sábado, 10 de septiembre de 2011

De los problemas de enamorarse de hombres que no existen


Explicaba, por quinceava vez, que iría a la fiesta sola. No. No, gracias. No, no tengo con nadie con quién ir. Es triste darse cuenta de la poca existencia que tiene tu pareja en esos momentos de bodas, bautizos y quince años, donde las parejas son necesarias. Primero, para que todas las mujeres de tu familia le planten un beso en rojo y, segundo,  para que evitar al tío borracho que siempre quiere bailar.

Suspiraba y pensaba en el vestido más idóneo, pensando en qué tan sencillo sería llevar a Filiberto, si existiese. La primera vez que me di cuenta que Filiberto no existía fue cuando lo invité a comer helado. Lo cité en una heladería bastante populosa, quería compartir una banana split con choco krispies y sin crema batida. Se negó. Dijo que las muchedumbres lo ponían nervioso. Pero rápidamente volví a creer en su existencia, porque a las niñas de ocho años les es fácil  saber de existencias e inexistencias, sobre todo intermitentes.

A los diez años quise que fuéramos juntos a la pizza, una pizza con hongos, jamón y doble queso, con un té helado de limón. A los doce, le pedí que fuera a mi primera fiesta. A los trece mientras fumábamos mi primer cigarro, le dije que por favor me llevara por una cerveza o una copa de vino, que qué más daba. Y llegaron los terribles quince, con fiestas rosas y con mi pasión por un Filiberto de chambelán bailando conmigo y haciendo una “L” con los pies.

Entonces Filiberto quiso atenuar las cosas. Me dio explicaciones. Que era poco vistoso. Que era bastante feo. Entonces me dijo  una mentira para apaciguar mis interrogatorios: que era totalmente invisible. Durante mucho tiempo creí fielmente en su invisibilidad. Tenía un novio invisible al que me dedicaría en cuerpo y alma. Un novio que además sólo era mío.

Poco a poco me iba convenciendo que la invisibilidad no era de este mundo, este mundo donde yo tenía un novio invisible pero que yo no era invisible. Mis mundos se habían puesto locos. Por lo menos ese tipo de mundos visibles e invisibles. Si la gente invisible no podía ver a la gente visible y viceversa, las cosas hubiesen sido más fáciles. O si por lo menos los visibles escucharan a los invisibles y los invisibles no escucharan a los visibles. Porque podía creer en ese tipo de justicia de ojo por oído y oído por ojo. Me miré en el espejo. Me miré detenidamente. Y entonces decidí  renunciar a mi visibilidad como el acto más puro de amor. Esperando quizás perder alguna otra cualidad física (yo esperaba perder sobre todo peso).

Filiberto entonces admitió su inexistencia y no su invisibilidad, a veces pienso que lo hizo para nomás para dejarme vivir en este mundo visible. Me dijo que él vivía en mi mente, nada más. Le dije que eso no importaba, que lo quería fuese como fuese. Pero que no podía irme a mi vivir a mi propia mente, porque era bastante imposible y un poco endógeno. Él coincidió conmigo. Me dio un beso en la frente. Yo le juré amor eterno.

Y ha funcionado muy bien. Salvo esas necesidades que aparecen de querer decirle al mundo que tengo novio, pero no poder hacerlo porque mi novio no existe. 

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