Explicaba, por quinceava vez, que iría a la fiesta sola. No.
No, gracias. No, no tengo con nadie con quién ir. Es triste darse cuenta de la
poca existencia que tiene tu pareja en esos momentos de bodas, bautizos y
quince años, donde las parejas son necesarias. Primero, para que todas las
mujeres de tu familia le planten un beso en rojo y, segundo, para que evitar al tío borracho que siempre
quiere bailar.
Suspiraba y pensaba en el vestido más idóneo, pensando en
qué tan sencillo sería llevar a Filiberto, si existiese. La primera vez que me
di cuenta que Filiberto no existía fue cuando lo invité a comer helado. Lo cité
en una heladería bastante populosa, quería compartir una banana split con choco
krispies y sin crema batida. Se negó. Dijo que las muchedumbres lo ponían
nervioso. Pero rápidamente volví a creer en su existencia, porque a las niñas
de ocho años les es fácil saber de
existencias e inexistencias, sobre todo intermitentes.
A los diez años quise que fuéramos juntos a la pizza, una
pizza con hongos, jamón y doble queso, con un té helado de limón. A los doce,
le pedí que fuera a mi primera fiesta. A los trece mientras fumábamos mi primer
cigarro, le dije que por favor me llevara por una cerveza o una copa de vino, que
qué más daba. Y llegaron los terribles quince, con fiestas rosas y con mi
pasión por un Filiberto de chambelán bailando conmigo y haciendo una “L” con
los pies.
Entonces Filiberto quiso atenuar las cosas. Me dio
explicaciones. Que era poco vistoso. Que era bastante feo. Entonces me dijo una mentira para apaciguar mis
interrogatorios: que era totalmente invisible. Durante mucho tiempo creí
fielmente en su invisibilidad. Tenía un novio invisible al que me dedicaría en
cuerpo y alma. Un novio que además sólo era mío.
Poco a poco me iba convenciendo que la invisibilidad no era de este mundo, este mundo donde yo tenía
un novio invisible pero que yo no era invisible. Mis mundos se habían puesto
locos. Por lo menos ese tipo de mundos visibles e invisibles. Si la gente
invisible no podía ver a la gente visible y viceversa, las cosas hubiesen sido más
fáciles. O si por lo menos los visibles escucharan a los invisibles y los
invisibles no escucharan a los visibles. Porque podía creer en ese tipo de
justicia de ojo por oído y oído por ojo. Me miré en el espejo. Me miré
detenidamente. Y entonces decidí renunciar a mi visibilidad como el acto más puro
de amor. Esperando quizás perder alguna otra cualidad física (yo esperaba
perder sobre todo peso).
Filiberto entonces admitió su inexistencia y no su
invisibilidad, a veces pienso que lo hizo para nomás para dejarme vivir en este
mundo visible. Me dijo que él vivía en mi mente, nada más. Le dije que eso no
importaba, que lo quería fuese como fuese. Pero que no podía irme a mi vivir a
mi propia mente, porque era bastante imposible y un poco endógeno. Él coincidió
conmigo. Me dio un beso en la frente. Yo le juré amor eterno.
Y ha funcionado muy bien. Salvo esas necesidades que
aparecen de querer decirle al mundo que tengo novio, pero no poder hacerlo
porque mi novio no existe.