“X”, dijo. Yo asentí a sus grandes ojos que me sonreían más
que su sonrisa (que podría haber tenido una mejor dentadura): me pidió mi
teléfono, no sé cómo. O eso creí cuando yo escribía mi número borroso en un
post-it fucsia, que con mis nervios hechos dedos sudorosos ya no tenía adhesivo
y era un papelito normal y arrugado.
Los días siguientes me la pasé viendo el teléfono, esperando
poder marcar a la inversa, con el sólo hecho de mirar el artefacto, cerrar los
ojos y un “ring” estridente que aparece en la habitación. Después de mucho ver
el aparato, noté que había una pequeñita mancha cerca de donde uno pone el oído.
Pensé que el pobre teléfono al no emitir sonido había llenado con sus propias
flemas el vacío que se crea cuando no hay remitente y por tanto no hay
destinatarios. Los teléfonos que viven del paso de mensajes, se ponen tristes
cuando no son utilizados. En la tristeza, les da gripe. Es algo demasiado
común, pero aún más común en teléfonos viejos y pasados de moda.
Cuando le alcancé un clínex a la pobre máquina me di cuenta
que la flema no era tal. Era una cosa viscosa, sí. Verde gelatinosa. Pero que
adentro tenía algo más. Vi que se movía. Esperando entonces que fuera una
llamada perdida o algo así, le acerqué un poquito de luz de una lamparita. Con
el calorcito la viscosidad mostró su luminosidad y transparencia de lo que
ocultaba. Un hombrecito muy chiquito se chupaba el dedo y dormía. No quise
despertarlo.
Me puse entonces a vigilar el teléfono. Esperando ya no a
“X”, sino al hombrecito. Dos días de tener la lamparita, empezó a salir de su
capullo. Salió y floreció. Para mi sorpresa y beneplácito, con ropa. “Soy
Bruno”, me dijo. Noté que se parecía excesivamente a “X”. Pero tenía, eso sí,
mejor dentadura, una plática muy florida y un afán por el jazz. En su útil
tamaño, Bruno cabía exactamente en mi bolsillo izquierdo, maravillándome de
comentarios al tiro y que me hacían reír de manera estrepitosa mientras
caminaba. Mis carcajadas se intensificaban por las cosquillas que el pequeño
pasajero ocasionaba en mi seno, cuando en su afán de acompañar con ademanes
exagerados sus historias movía los brazos abiertamente provocando una pequeña
brisa entre la camisa y el escote.
Un par de semanas después, me encontré con “X”, en los
pasillos de un lugar común. Levantó la mano y saludó. Yo casi no lo reconocía.
Me preguntó si mantenía el mismo número de teléfono. Que pronto me hablaría
para ir por café, o para el cine, que había un festival de documentales. Yo
asentí. Lo miré extrañada, porque Bruno ya no se parecía a él.
Mientras “X” me trataba de convencer de alguna teoría lógica
sobre la cual las llamadas se quedan perdidas en el aire de los transistores de
viejos teléfonos que no han sido vacunados contra la gripe, Bruno se trepó a mi
cuello y se paró en mi hombro. Me susurró al oído “Todos son personajes hasta
que se demuestre lo contrario”. Yo sonreí, “X” pensó que era por algo que él
había dicho y sonrió también, con su mala dentadura.
Qué cuento tan más personal...incluyendo dentaduras y escotes.
ResponderEliminarCreo que Bruno ha nacido para quedarse en nuestro colectivo mental.