Sobre una mano gigante que se abre y se cierra hay un pequeño hombre, ínfimo que corre de un lado a otro. Armando ha vuelto. Ha dejado de soñar y ha tomado un zapato para aventarlo sobre el despertador. Observa su mano. Es la misma. La abre y la cierra como esperándose ver en ella. Ha logrado volver, piensa. Lo ha logrado y traga saliva. Observa el techo y el cielo falso le parece que tiene líneas de la vida y líneas de todas esas cosas. Como queriendo aplicar la quiromancia en las manchas estúpidas del techo. No puede evitar ver la mano reflejada en todo lo que observa. No ha logrado levantarse. La cama aparece como una gran palma cuyo dedos son el escritorio del al lado, el recipiente de la ropa sucia y un pequeño librero hecho de ladrillos y tablones de manera, amorfo, pero funcional. Pero no hay abrir y cerrar. La cama permanece inmóvil. El techo también, y sin embargo hay un vértigo. Como si sintiera esa sensación que en efecto, se mueve la tierra en la que está parado. Ha sido capaz de sentir el movimiento de traslación de la tierra. O quizás no. "Armando tenés que levantarte". Se imagina a él mismo como una gran palma que se abre y se cierra. Cierra los ojos y hoy tiene cinco extremidades en forma de dedos. Pensar que su brazo es un dedo índice que señala hacia el ropero y que de su estómago lleno de vellos sale un dedo pulgar. "Tenés que levantarte". Se siente de nuevo pequeño. Con miedo. Como que la cama volviera a ser una estela de sueño. Las sábanas que son la sensación de un vientre de madre que cobija a un hombre viejo que se le ha olvidado su cuerpo. Armando lucha entre las sábanas hasta que logra dejar de ver líneas entre los pliegues de su ropa de cama y deja de leer su futuro en ellas.
Se sienta. Se levanta.
El día comienza con el ruido de la licuadora que viene de la cocina.
Sonríe.
Otras veces no es tan sencillo.
Otras veces Armando observa que en efecto, la mano existe y él es solo un hombre ínfimo, pequeño, sin valor de correr de lado a lado.
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